Si seremos plastas los Econoplastas que no queremos cerrar el año sin recordar que este sistema capitalista, en su actual etapa financiera, globalizada, especulativa, neoliberal e hipertrofiada, es muy injusto. Por eso seguimos con nuestro empeño, ese que nos sirvió para pergeñar nuestros ‘Cuentos Chinos de la Economía y otros chascarrillos para acabar con el sistema’, nuestro primer libro.
Pues ahora, en un nuevo arrebato o brote econoplástico, publicamos un nuevo Cuento Chino (esta vez de Edu R. e ilustrado por Ger) para avisar a las editoriales y al público en general de que no cejamos en nuestro empeño de hacer una segunda edición, que la habrá (o no).
De momento, ya podéis leer el cuentecico. Buen provecho.
‘Marketing rural’
Federico se había ganado con creces un descanso, después de currar durante toda la semana para ganar nada más y nada menos que 800 eurazos. Su cuñado, miembro de la cúpula de la CEOE, le tenía dicho que al currito español lo que le toca es currar y currar, nada de protestar. Así que a Federico, joven con estudios universitarios, le iban bien las cosas como mozo de almacén y decidió darse un capricho: escaparse durante el fin de semana al pueblo de sus padres y visitar, ya de paso, a su abuelo. Un día es un día, se dijo.
Así que se preparó una pequeña bolsita de viaje, sin olvidarse eso sí, del portátil, fruto de la época en la que sus padres aún cotizaban y regalo de cumpleaños, a su vez, por su mayoría de edad. “Seguro que allí en el pueblito tenemos Wifi, porque el Ayuntamiento se estira con esto de las nuevas tecnologías”, se dijo. El Ayuntamiento y la NSA, pero él que iba a saber, a sus veintipocos, de espionajes masivos.
Buscó por Internet, por dónde si no, el horario de autocares al pueblo, pero el Gobierno regional, en una dolorosa pero necesaria medida, suprimió todos. Así que le tuvo que pedir el coche prestado a su padre, que absorto en la pequeña pantalla (sí, era viernes y había fútbol, menos mal que alguna mente lúcida implantó eso del fútbol a diario) balbució un “sí”, seguido de un “Rafa, me cago en tu padre, ¿penalti y expulsión?”.
No tardó mucho en llegar, como tampoco le tardó en llegar el hambre: “si es que en el pueblo se hace hambre”, le tenía dicho su madre. Saludó brevemente, mientras desenfundaba su portátil, a su abuelo, que le dijo que se iba al huerto a no sé qué, y comprobó que estaba en lo cierto: la Wifi estaba abierta, gentileza del Ayuntamiento, del Gobierno regional, de Google o de Microsoft, vete tú a saber. Allí no tardó en teclear en su motor de búsqueda, haciendo caso omiso a la minúscula advertencia de la política del uso de cookies, ‘pizzas a domicilio’. Era consciente que igual el servicio no llegaba al medio rural, mas no tardó en cerciorarse de que había empresas que sí, desde la capital, te hacían llegar una rica pizza natural (¿?), recién hecha (¿?) y calentita (¿?) allá donde estuvieras dentro del límite provincial. Para ello tenían a multitud de Federicos repartidos en lujosas motocicletas… Y seguro que ganaban menos que sus buenos 800 eurazos.
El posicionamiento SEO, e incluso el SEM, de esa cadena pizzera estaba dando sus frutos: el nombre apareció como el primero de los resultados entre las millones y millones de posibilidades. Pero es que hay más, el Storytelling (o el arte de contar historias aplicado al marketing) también funcionó, porque Federico, que cada vez tenía más hambre, visualizó en un Medio Social un anuncio y se sintió plenamente identificado con la historia narrada. Y así, no es de extrañar que las predicciones del experto Christian Salmon se cumplan día sí y día también, por lo que no tenga ni que ruborizarse por decir según qué cosas: “El Storytelling es como una máquina de fabricar historias y formatear las mentes”, lo que implica crear nuevas actitudes y necesidades en el consumidor –como el hambre de Federico, aunque su madre diría que es cosa del pueblo–. Seguro que los colegas del Neuromarketing (neuroqué??) de Salmon le invitaron en su día a una caña por tal profecía.
Y Federico, qué leches, tenía un hambre que se moría. Así que se decidió a llamar a la franquicia pizzera pero, oh Dios, qué drama, su smartphone se había quedado sin batería. Claro, llevaba ya sus buenas cuatro horas de funcionamiento. Federico empezó a palidecer, pues la única solución que se le ocurría era bajar a la cabina telefónica del pueblo, pasada la Plaza Mayor (casi nada) y rezar por que funcionase. En esas estaba, cerrando ya su portátil, en el que había quedado ya registrada para siempre, cookies mediante, su búsqueda de ‘pizzas a domicilio’ en ese motor, cuando apareció su abuelo cargado con una cesta. Traía tomates, pepinos y cebollas. En un abrir y cerrar de ojos, más rápido que su motor de búsqueda, el abuelo de Federico se curró una ensalada que sabía a gloria. Y con los chorizos del Goyo, los huevos de la Felisa y el vino del tío Marcelino se marcaron una cena que quitaba el sentío y que se reía del formateo de mentes del amigo Salmon. Federico se chupó todos y cada uno de sus dedos porque se disponía a actualizar su estado en un Medio Social, pero, en lugar de eso, abrazó a su abuelo, le espetó un “tú sí que sabes, abuelo” y se fue a dar un paseo por el pueblo con él (incluso pasaron la Plaza Mayor). Y todas las estrellas que vio y la conversación con su abuelo –él sí que era un experto en la asignación de recursos escasos para la satisfacción de las necesidades humanas– sí que se quedaron marcadas a fuego en su memoria. Y sin necesidad de cookies.