¡¡¡Las lombrices nos salvarán!!!
Dos estudiantes de Agronomía angustiados por la crisis medioambiental se proponen cambiar el mundo con la audacia de la juventud: Kevin, hijo de agricultores, lo intenta con una start-up que le convertirá en el chico de moda del capitalismo verde. Arthur, hijo de la burguesía, lucha por regenerar un terreno familiar arruinado por los pesticidas. Uno se eleva en el ascensor social mientras el otro parece caer sin remedio; sin embargo, ambos se verán obligados a llevar al límite, de manera radicalmente distinta, sus ideales.
Desde el paisaje normando hasta Silicon Valley, desde las células anarquistas hasta los salones ministeriales, el filósofo Gaspard Koenig desgrana en esta novela todas las paradojas de nuestro tiempo: el campo frente a la ciudad, la lucha de clases y la movilidad social, las promesas de progreso, la insurrección ecológica… y traza un incisivo retrato de un presente hipócrita y oportunista, el relato definitivo de las inquietudes de toda una generación.

Unas frasecillas guapas:
Pag 22. Como casi todos los años, un grupo de “bifurcadores” aprovecharía el escenario para denunciar el agronegocio y presentar sus proyectos alternativos en granjas autogestionadas o en colaboración con la Confederación Campesina, entre los aplausos de sus compañeros que ya habían firmado sus contratos con Danone. Aquello se había convertido en una tradición desde el golpe de efecto de 2022, cuando ocho estudiantes subvirtieron la ceremonia para denunciar la hipocresía de un programa de formación que los animaba a participar, según ellos, en la “continua devastación social y ecológica”. Con el pelo largo, sandalias abiertas, camisetas de flores o vestidos largos de rayas, denunciaron la buena conciencia de las empresas, la inacción de los Gobiernos y la inercia de la sociedad, animando a sus compañeros a encontrar su manera de bifurcar. A modo de proyecto profesional, anunciaron su implicación en movimientos de protesta, su instalación en una ZAD (“zona a defender”) o su participación en colectivos agrícolas. Su llamada a la deserción, procedente del corazón del sistema y lanzada por las mismas personas de las que se esperaban respuestas, suscitó una emoción considerable en la opinión pública. No se encadenaron a las verjas del teatro, no gritaron consignas groseras, no enseñaron los pechos. Tomaron tranquilamente el micrófono y desgranaron siete largos minutos de argumentos precisos y razonables. Sonaba como una presentación de grupo, declamada con tímida aplicación. Eso fue lo que le dio tanta fuerza a aquello. Si los buenos estudiantes rechazaban sus estudios, si los agrónomos ya no creían en la agricultura, ¿no era realmente el fin de todo?
Naturalmente, el final siempre tardaba en llegar. Una vez visto y compartido el vídeo de YouTube, cada cual retomó su vida. Desde entonces, esa llamada a la deserción se institucionalizó. La dirección de la escuela reservaba un cuarto de hora a los “otros futuros”. Una decena de alumnos llamaban a acabar con el capitalismo, los periodistas presentes tomaban nota de los mejores punchlines, y luego la ceremonia retomaba tranquilamente su curso con una sucesión de presentaciones sobre el desarrollo sostenible y de testimonios de antiguos alumnos que habían fundado startups de éxito en el sector de las tecnologías verdes. Una forma admirable de absorción por el sistema de su propia contestación.
Pag 40. La responsabilidad social y medioambiental es como el sexo: cuanto más se habla de ella, menos se practica.
Pag 50. Vender vermicompostadores de diseño a los urbanitas que se sentían culpables por su montaña de basura diaria le permitiría independizarse, ganarse la vida y, sobre todo, instalarse en París, que aún imaginaba como una Babilonia de noches y placeres, repleta de gusanillos insaciables.
Pag 69. Enfrente tenía a un hombre de unos cincuenta años, de aspecto distinguido, con una mecha entrecana, gafas redondas de fina montura plateada y pañuelo colorido en el bolsillo superior de su chaqueta de tweed. Desde el principio le precisó que era un “director comercial”, no un banquero: demasiado vulgar, sin duda. Nunca perdía su sonrisa irónica y, a todas luces, disfrutaba atormentado a los jóvenes empresarios despistados que desfilaban por su despacho. Kevin ya conocía a ese tipo de personaje tan parisino: un ejecutivo con una carrera lineal y una mente ágil pero estrecha; un servidor anónimo del capitalismo que solo recoge las migajas y que compensa la mediocridad de su carrera con la convicción de que está en la vanguardia del progreso social. Revolucionarios a cinco mil euros al mes, heraldos de la disrupción, pitonisos de la responsabilida corporativa, profetas del mundo del mañana, siempre por delante de la innovación. Mientras el gran público descubría apenas la inteligencia artificial, ellos se entusiasmaban ya con el ordenador cuántico. A fuerza de suscribirse a newsletters y de asistir a conferencias, acababan por adquirir suficientes referencias y citas como para amenizar una cena mundana. Los más perseverantes pasaban unas semanas recluidos elaborando su propia teoría del universo, un centenar de páginas que por desgracia eran demasiado innovadoras para interesar a los editores, lo cual los llevaba a desarrollar una última virtud: la modestia. En otras palabras, todo este genio falto de reconocimiento no podría desperdiciarse durante mucho tiempo discutiendo acerca de un préstamo de sesenta mil euros para el vermicompostaje.
Pag 73. Las paredes estaban ocultas bajo una colección desordenada de carteles, premios y fotos con los adjetivos más de moda inscritos en negrita: las inversiones del BPI eran sostenibles, innovadoras, solidarias, responsables, comprometidas, sobrias, benévolas, globales, estratégicas, humanas y eficaces. Hasta los jefes se volvían “activistas”.
Pag 127. En su trashumancia diaria entre Mantes y Les Buttes-Chaumont, donde había vuelto al piso compartido, Kevin se cruzaba con el proletariado moderno asfixiado en trenes de cercanías atestados y aleatorios: secretarias, personal de limpieza, recepcionistas, policías y obreros de la construcción, todos los condenados de la megalópolis, obligados a trabajar en ella pero sin poder residir ahí, a levantarse al amanecer y a volver a sus casas en medio del bullicio de la Gare Saint-Lazare. En esos vagones sucios y sobreiluminados reinaba una calma incómoda, como si todos se avergonzaran de llevar a cuestas un poco de fealdad al mundo.
Pag 156. Para Kevin, el extranjero era una noción bastante abstracta, que contemplaba con benevolente indiferencia. De tener una buena razón para ir, lo habría hecho con gusto. Si no era así, no le veía sentido a gastar tanto tiempo, dinero y energía trasladándose de un punto a otro del globo. Para quien tuviera la paciencia de mirar a su alrededor, el exotismo estaba en todas partes. El arroyo más pequeño se parecía a las cataratas del Iguazú, el encuentro más nimio habría llenado una novela: mera cuestión de escala.
Durante sus vacaciones, Kevin practicaba senderismo en su Limosin natal, a menudo solo, acampado al borde de las pistas. Por el precio de un bocadillo, recorría paisajes siempre cambiantes, escuchaba los cotilleos del pueblo mientras llenaba su cantimplora y estudiaba el ajetreo de los animales por la noche. De un valle a otro, el mundo cambiaba. Como decía Arthur, citando a Leibniz (o algún otro de esos filósofos), no hay dos briznas de hierba iguales en el universo. ¿Por qué iba a ir a buscar briznas de hierba a Perú o Tailandia? Al consultar sus mapas del Instituto Geográfico Nacional, Kevin se dio cuenta, no sin cierta melancolía, de que no tendría tiempo suficiente en su vida para explorar los senderos de la región. En cuanto a Francia, con todos sus recovecos, parecía infinita, fuera de su alcance. Así que el extranjero, eso lo dejaba para otra vida.
Pag 168. -Y aquí están ustedes, con sus sencillas lombrices, que hacen un trabajo absolutamente genial. Ese es el futuro.
-¿El futuro es el vermicompostaje?-preguntó Philippine incrédula.
-La tierra. Porque producen tierra, las lombrices, ¿no? ¿Tierra de la buena, la que se escurre entre los dedos?
-Los granos son tan finos que podrían meterse en un reloj de arena.
El Buda aparentó coger tierra, levantó las palmas de las manos por encima de su cabeza y abrió los dedos como para dejarla caer sobre sí mismo.
-¿Tierra de la buena, de la que nutre?
-Es como un mantillo puro e hipernutritivo- explicó Kevin-. Repleto de nitrógeno, fósforo, potasio e incluso nitrato. Por no hablar de todos los microorganismos.
El Buda dejó escapar un suspiro de satisfacción.
-Esa tierra, amigos míos, es oro. Estoy convencido de que la tierra volverá a ser el centro de la economía. No mañana: dentro de cinco años, diez quizá. No importa, gracias a todos los idiotas que ganan millones jugando con el big data, podemos invertir a largo plazo. Los fisiócratas del siglo XVIII tenían razón: todo el valor procede en última instancia de la agricultura. Cuando ya no haya energía, cuando se rompan las cadenas de suministros y se corten las redes de telecomunicación, cuando los coches no tengan gasolina ni baterías, ¿en qué pensará la gente? ¿Pondrán comentarios indignados en sus pantallas en blanco? No. Pensarán en la supervivencia, el sino común de la humanidad antes de la Revolución Industrial. Huirán de las ciudades como ratas. Querrán tierra. Tierra para vivir y para alimentarse.
Pag 195. Kevin siguió supervisando las actividades de la fábrica, pero su presencia continua pronto dejó de ser necesaria. En cambio, Philippine lo llamaba cada vez más a la capital para representar a Veritas en cenas o ante la prensa. Habría comprendido claramente la gran baza que representaba la historia de Kevin en una sociedad que soñaba con ser meritocrática. La crème de la crème parisina acudía a esas cenas para homenajear al joven nacido en Limoges y así demostrar que, después de todo, había justicia en la Tierra y que nadie tenía nada que reprocharse.
Pag 275. …el planeta está acabado. Lo he visto con mis propios ojos. No quedan tierras. Las pobres necesitarían una larga abstinencia de humanidad. Eso no va a suceder tan fácil. No hasta que todos muramos de hambre, en todo caso. Después de eso, solo tomará unos millones de años que la flora y la fauna se recuperen. Como después de una glaciación. Habrá muchas especies nuevas. Seguro que será interesante, peno no quedará nadie para escribir informes (…).
-¿Y qué hacemos? ¿Nada?
-No he dicho eso. El imperativo categórico del señor Kant sigue siendo válido. Tienes que hacer lo que te gustaría que hicieran los demás. Esa es la moral de la intención. Aunque, desde un punto de vista consecuencialista, sea inútil. (…) ¿Cómo decirlo? Estoy seguro de que mi acción es inútil, pero voy a llevarla a cabo de todos modos.
-¿Por si acaso?
-No. A pesar de todo.
-¿Como el colibrí que viene a echar unas gotas de agua en el bosque en llamas?
-¡No me vengas con las metáforas de mierda de Pierre Rhabi! La generosidad es una perversión estrictamente humana. No hay nada semejante en la naturaleza. Prefiero la historia de la ardilla que cuenta Thoreau. La ardilla caza larvas e insectos. No trata de hacer el bien al bosque. Hace su trabajo de ardilla, eso es todo. De paso, salva las semillas con las que ella misma se alimenta. Y sigue con su pequeña rutina sin preocuparse de si los castaños seguirán dando frutos al año siguiente. ¡Que pase lo que tenga que pasar! Yo también hago mi trabajo, el trabajo de un humano en su parcela, y evito mirar demasiado lejos. Desde que lo he comprendido, me siento más ligero, saltarín como una ardilla.